Betsiré Angulo sabía que esa decisión cambiaría su vida por completo. Para una madre soltera, de 27 años, con formación como abogada y policía, quedar sin empleo en Venezuela significaba tener que optar por medidas drásticas como la migración. Aún así, no lo pensó dos veces. El 21 de marzo de 2018 renunció a su trabajo y una semana después, sola, sin conocer a nadie y con 360 mil pesos en el bolsillo (unos 94 dólares estadounidenses), emprendió el ‘camino de las trochas’ (rutas no oficiales) con rumbo a la capital de Colombia.
Bogotá la recibió con un día lluvioso y gris, un frío para el que no estaba preparada y que jamás olvidará. Lloró 4 horas seguidas. Finalmente, entre sollozos tomó un taxi sin rumbo alguno. Durante el trayecto el conductor se conmovió con su historia y terminó ayudándola a encontrar una habitación decente donde vivir. Sin papeles, sin empleo y sin amigos conseguir un techo digno para vivir era toda una proeza.
A los pocos días, con otros migrantes consiguió periódicos venezolanos regalados que cambiaba por monedas, harina o lentejas. Así pudo comer y juntar dinero para el arriendo. Además, como creyente de la fe cristiana rápidamente se acercó a la iglesia de su barrio. Allí, un miembro de la comunidad le ayudó a conseguir empleo en la cafetería de una escuela pública.
Betsiré estaba más que preparada para ese trabajo. Desde los 12 años, en su Maracaibo natal, había vendido café y arepas en su colegio para ayudar a la supervivencia de su hogar. Ahora, volvía a empezar después de haber transitado un camino de éxitos como abogada e investigadora criminal que la habían convertido en la esperanza de la familia.
Gracias a su trabajo en la cafetería pudo conseguir un mejor lugar para vivir y, lo más importante, traer a Stevens, su hijo, quien para aquel entonces tenía 6 años. Había días que Betsiré lo llevaba al trabajo. Aunque el niño permanecía quieto, debajo del mostrador, durante la jornada entera, el riesgo de quemarlo cuando utilizaba agua caliente para la preparación de los alimentos pudo más que el miedo a dejarlo solo. Y fue así como el pequeño Stevens empezó a pasar días enteros en esa pieza vacía donde vivían, sin hacer absolutamente nada.
La persistencia de Betsiré pronto fue recompensada. A los pocos meses, el mismo colegio que le dio sustento para vivir, le concedió un cupo educativo a su hijo. Incluso pudo traer a su hermana Estefanía, de 15 años, y darle estudio.
Nuevos desafíos en tiempos de COVID-19
El 6 de marzo de 2020 llegó la pandemia por COVID-19 a Colombia y con ella una nueva tragedia. Cerraron los colegios y quedó sin empleo. Con dos bocas para alimentar, las soluciones no daban espera. Buscó ayuda por todas partes y en Internet encontró la página web de la Red de Cuidado Ciudadano, una plataforma creada por el IDPAC, entidad adscrita a la Alcaldía Mayor de Bogotá, que impulsa la participación y el cuidado de y hacia las poblaciones más vulnerables. Para ello, la persona que necesita ayuda escribe su caso, y los ciudadanos eligen a quien ayudar. Fue así como Betsiré recibió de una persona anónima un bono alimenticio con el que sobrevivió varias semanas.
También obtuvo un subsidio monetario en el marco del programa Bogotá Cuidadora, iniciativa que la Alcaldía dispuso para atender la emergencia humanitaria causada por la COVID-19, con varias modalidades de apoyos, desde subsidios en especie, alimentación escolar, atención a personas mayores, hasta arriendos solidarios, pagos de servicios públicos, aplazamiento en el pago de impuestos y créditos.
“Programas de apoyo sociales y el fortalecimiento de la cohesión social en las comunidades son esenciales para atender las necesidades de las personas en situaciones de vulnerabilidad”, señala la doctora Gina Tambini, representante de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) en Colombia.
“Cuando consideramos la salud de una persona, hay que pensar no solo en la salud física y mental de esta persona, sino también en las condiciones sociales, económicas y culturales en las que viven y cómo estas condiciones impactan su salud”. Así, el apoyo comunitario contribuye a la salud y bienestar de los miembros de una comunidad.
Betsiré seguía buscando opciones laborales. Con ayuda de un vigilante de su comunidad religiosa pudo conseguir empleo como trabajadora doméstica, en un momento en el que según la Organización Internacional para el Trabajo (OIT) casi las tres cuartas partes de los trabajadores y las trabajadoras domésticas del mundo, más de 55 millones de personas, corren un riesgo importante de perder su trabajo y sus ingresos debido al confinamiento provocado por la pandemia de COVID-19 y a la falta de cobertura efectiva de seguridad social en el sector.
En Colombia, el panorama es similar. De acuerdo con la Gran Encuesta Integrada de Hogares del Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas (DANE), en el país hay cerca de 700 mil empleadas del hogar, de ellas solo el 17% tiene acceso a seguridad social (salud y pensión). El 80% trabaja en la informalidad, es decir sin contratos o por días. Y 6 de cada 10 mujeres ganan un salario mínimo o menos. Según la Escuela Nacional Sindical, como resultado de la pandemia cerca del 90% de las mujeres se encuentran en sus casas confinadas y de ellas alrededor del 50% no reciben salario.
La persona que la emplea, quien conoce de cerca el desarraigo pero en circunstancias distintas, sabe muy bien lo vulnerables que son los migrantes, especialmente los niños, niñas y jóvenes, quienes deben enfrentarse a situaciones de riesgo como el consumo de drogas, el trabajo sexual, el embarazo adolescente, las enfermedades de transmisión sexual y el suicidio; pero también sabe de las vulnerabilidades que enfrentan los y las trabajadores/as informales como las trabajadoras domésticas y las jefas de familia, que cargan solas con el cuidado de los hijos, como Betsiré.