Con dificultades para conseguir empleo y escaso acceso a los servicios de salud, la población migrante suele pagar un precio alto por atravesar la crisis de Covid-19 lejos de su país de origen. La situación de muchos venezolanos residentes en Perú es una muestra de lo que sucede en el continente.
LIMA, Perú 27 de julio de 2021—A Erik Karim (34) no le ha quedado más remedio que elegir entre el desempleado o sobrecargarse de trabajo. En el contexto de la pandemia por Covid-19, esa es la suerte que le toca a él y a buena parte de sus compatriotas que han convertido a Perú en el segundo país de Latinoamérica con mayor población migrante venezolana (más de 1.040.000).
Erik ha hecho de todo para sobrevivir. De un momento a otro, tuvo que vender su auto, dejar su casa, su trabajo como bombero profesional y separarse de su familia. Tras cinco días de viaje por tierra desde su natal Tucaní, en el estado de Mérida, llegó a Lima. “Con mi esposa tomamos la decisión de que me viniera porque en algún momento no íbamos a tener ni cómo salir”, recuerda.
Ser migrante en pandemia, una realidad marcada por los desafíos
La crisis humanitaria en Venezuela empujó a millones de venezolano a buscar refugio en países de la región. Desesperados por conseguir empleo, han tenido que aceptar condiciones laborales adversas, sin seguridad social y, en ocasiones, sin una remuneración justa. “Normalmente tengo que trabajar de 12 a 13 horas diarias”, cuenta Erik, que por la mañana trabaja a través de aplicaciones de reparto y por la tarde cumple turno en una pizzería. Al amanecer, antes de salir de su casa en el distrito de Villa María del Triunfo, comparte unas horas con su esposa Rosani (38) y su hija Angelly (15). Cuando regresa, aún cansado por las jornadas maratónicas, se da tiempo para emprender un negocio familiar de sandalias artesanales tejidas.
El salario de Erik como repartidor es de unos 1.500 soles mensuales (cerca de USD 410). En promedio, eso es un poco más de lo que ganan los casi 46.000 repartidores que hay en Lima. La pandemia ha propiciado una oportunidad de mercado que calza con las necesidades de los migrantes urgidos. Según muestran estimaciones sobre los datos de la Encuesta Permanente de Empleo, en menos de un año el trabajo en el sector incrementó en 98%.
Como a muchos de sus colegas, a Erik le toca ser eficiente y no dar tregua. La clave es mantener la aplicación activa y aceptar pedidos llueva o truene. Solo así podrá mantenerse en racha, recibir más encargos y cobrar 60 centavos de sol por kilómetro recorrido. Pero esa dinámica puede resultar asfixiante y por eso prefiere dedicarle más horas a la pizzería. Entre ambos empleos el ingreso sigue siendo insuficiente. Su esposa Rosani trabaja en una casa de retiro para ancianos, donde los sacrificios son grandes: debe quedarse cuatro o cinco días de corrido en el lugar. Solo así la familia puede cubrir los gastos del pequeño departamento que alquilan al sur de la ciudad.
En marzo del año pasado, durante una visita a Venezuela, Erik contrajo Covid-19. Había viajado para ver a sus padres y apenas tres días después de llegar se desató la pandemia y cerraron la frontera. “Me tocó vivir la cuarentena allá”, comenta. Recuperado y sin ahorros, volvió a Perú en octubre de 2020. No quería exponerse otra vez como repartidor, pero no le quedaron opciones. Recién en diciembre pudo reactivar su cuenta en una aplicación y comenzó a trabajar en paralelo en la pizzería.
El miedo a un nuevo contagio, sin embargo, no lo abandona. “Siempre tienes ese temor por el contacto con otras personas, pero solo queda cuidarse”, reflexiona. Su única protección es una mascarilla, un poco de alcohol y su fe en que todo estará bien. Pero el virus sigue siendo un riesgo permanente: las campañas de control realizadas por el Ministerio de Salud y algunos municipios limeños mostraron que entre el 30 y 40% de los repartidores examinados estaban infectados.
Debido a su condición de ciudadano extranjero, Erik no cuenta con el Seguro Integral de Salud (SIS). En teoría, el Permiso Temporal de Permanencia le permite acceder a derechos básicos, pero no ha logrado concretar las gestiones. Esto lo ubica en el 91,5% de migrantes venezolanos que no tiene seguro sanitario. Para los venezolanos con estatus irregular, el panorama es todavía menos alentador. Un estudio de Center for Global Development y Refugees International advierte que están excluidos del sistema de salud. Incluso aquellos con su situación regularizada pueden tener problemas de acceso a atención primaria debido “al miedo por amenazas de las autoridades y una falta de conciencia entre el staff hospitalario”, señala el informe.
“Me gustaría sacar el SIS”, dice Erik, alerta por la segunda ola de contagios. Si antes creía que los jóvenes no corrían riesgos con la Covid-19, ahora ya no está tan seguro. Aunque la pandemia y los desafíos laborales se imponen, sabe que el escenario podría ser peor. “Por lo menos tengo trabajo”, comenta dándose ánimo. Y no exagera: según la Defensoría del Pueblo, el 89% de venezolanos residentes perdieron su empleo como resultado directo de la pandemia. La caída de 12% del crecimiento económico del Perú durante el 2020 terminó pegándole más duro a las poblaciones más vulnerables.
“Si la pandemia no te afecta por el lado de la salud, te afecta en lo económico y en la parte psicológica”, sentencia Erik. A bordo de su moto, prefiere concentrarse en el siguiente pedido. No quiere pensar en la economía ni en la informalidad. Sortea una avenida, dobla en una calle y se detiene para entregar una pizza todavía caliente. Pese a todo, se siente afortunado. Tiene trabajo, a su familia unida y sobrevivió al coronavirus. Quizá algún día pueda cumplir su sueño de volver a Tucaní.