La artista que simboliza la lucha de un pueblo originario contra la Covid-19
La artista que simboliza la lucha de un pueblo originario contra la Covid-19
A los 50 años, la tejedora y muralista Olinda Silvano sobrevivió a la Covid-19. La artista contrajo el virus al igual que más del 70% de la comunidad shipibo-konibo de Cantagallo, asentada desde hace 21 años a pocos metros del Centro Histórico de Lima.
LIMA, Perú 27 de julio de 2021 —A lo largo de su vida, Olinda Silvano ha visto renacer a Cantagallo, su pueblo, una y otra vez. De la exclusión del Estado, del terrorismo de Sendero Luminoso, de la migración forzada a Lima, de un incendio que arrasó con sus casas hace cuatro años y, ahora, de la furia invisible de la Covid-19. Estoica, su comunidad shipibo-konibo se ha acostumbrado a resistir.
Olinda es una de las referentes de esa resistencia. Heredera del arte kené, característico por las líneas geométricas producto de las visiones de la ayahuasca, ha logrado preservar los saberes ancestrales de su pueblo originario. Pero esa lucha, plasmada en tejidos y murales, se vio interrumpida algunos meses por otra amenaza: la pandemia.
Cantagallo, bastión de resistencia ante la Covid-19
Un día de junio la fiebre la asaltó. Cayó enferma. Y las inhalaciones de eucalipto y matico, una planta medicinal amazónica, ya no surtieron efecto. “Sentía que me moría”, recuerda. Pero no era la única. El virus se esparció por toda la comunidad shipibo-konibo asentada en la margen izquierda del río Rímac. Los contagios se multiplicaron en pocos días.
Apenas dos meses después de haberse decretado el estado de emergencia en marzo, Cantagallo se convirtió en el punto de mayor concentración de Covid-19 del Perú: el 72.5% de sus habitantes dio positivo a las 656 pruebas realizadas por el Ministerio de Salud. Tres muertes y siete infectados por cada diez habitantes encendieron todas las alarmas.
“Pensé que iba a durar un mes o dos meses, quizá”, suspira Olinda, mientras vuelve a aquellos días en los que la peste se esparció como una maldición. El ejército decidió cercar la zona. Unos 200 soldados y más de 50 policías se encargaron de resguardar el perímetro de la comunidad, para impedir que sus más de 1500 habitantes tuvieran contacto con el resto de la ciudad.
“Nadie entra, nadie sale”, era la orden impuesta. “Tuvimos que estar aislados por un periodo de tres meses. Estuvimos prácticamente acuartelados”, recuerda Carlos Pimentel, dirigente de la Asociación de Shipibos Residentes en Lima (Ashirel). La noticia no tardó en dar la vuelta al mundo. “Un ‘gueto’ indígena en pleno corazón de Lima”, tituló el diario Clarín de Argentina.
Olinda no olvida la desesperación de aquellos días. La falta de medicinas y alimentos se sumó a la carencia de servicios básicos como agua, desagüe y luz eléctrica. “Varios buscaban escapar para conseguir ayuda”, cuenta. Por suerte, la solidaridad, como tantas veces en torno a Cantagallo, permitió que los insumos necesarios empezaran a llegar. “Toda la comunidad, los dirigentes, apoyaron. Las enfermeras también estuvieron 24 horas con nosotros. Los jóvenes se juntaron y llevaron víveres casa por casa, dejando con la carretilla”, relata Olinda. Ella, en cambio, pasó varias semanas en cama, convaleciente, aliviada apenas por sus plantas medicinales y el cuidado permanente de sus cinco hijos.
Más aislados que nunca, el espíritu comunitario fue la mejor estrategia para sobrevivir. “Todos hemos estado unidos, y así hemos salido de esto”, dice al pie de un mural que ha empezado a pintar sobre un container junto a otras madres artesanas. El espacio, acondicionado, es ahora el nuevo centro cultural de la comunidad. “El arte me curó”, asegura Olinda. El arte la ha ayudado a levantarse, pero también la unión entre los habitantes de Cantagallo. “Cuando sabíamos que una familia estaba mal, nosotros acudimos como parte del trabajo comunitario”, explica Carlos Pimentel. La familia de Olinda, así como las otras 243 censadas por el Ministerio de Salud, recibieron esa contención sanitaria y emocional.
Con casas separadas apenas por estrechos pasillos de tierra, los vecinos de Cantagallo mantienen la esencia de un pueblo nativo: cocinan al aire libre, tienen las puertas abiertas y la preocupación siempre es colectiva. “Aquí todos nos cuidamos entre todos”, comenta Olinda. Y Carlos Pimentel lo sabe bien: resistió a una neumonía gracias al respaldo de los suyos.
“Hoy hemos superado todo esto, gracias a Dios, pero todavía nada está dicho”, dice el dirigente de Ashirel, con el tono reflexivo de un conocedor de las necesidades de su pueblo. Está convencido de que la falta de agua potable —pendiente desde hace 21 años— favoreció la ola de contagios. Y si bien valora las propiedades curativas del matico, cree que acceder a medicamentos es esencial.
Por ahora, otra de las mayores preocupaciones es reactivar el empleo. Olinda ha logrado que las madres artesanas se organicen nuevamente. Está segura de que con la nueva casa cultural los visitantes volverán a Cantagallo. “No solo nos falta agua, luz y desagüe. Nos falta que nos visiten”, dice. Ella, que ha llevado su arte a Canadá, México y España, sabe ser paciente.
Cantagallo resiste. Así ha sido siempre. Ese es su lema. Uno que ha quedado inmortalizado en afiches y murales. Desde que la comunidad se asentó en el año 2000 sobre un relleno sanitario al pie del río Rímac, justo detrás de Palacio de Gobierno, se convirtió en un enclave de resistencia cultural. Un símbolo de la migración que suele pasar inadvertido.
“Somos un pedacito de la selva aquí en Lima”, sostiene Pimentel, oriundo de Lamas, una provincia de la selva alta de San Martín. A diferencia de los shipibos-konibo, una etnia amazónica proveniente de comunidades como San Francisco, Belén y Bethel, en el alto Ucayali, él forma parte de una minoría que se sumó a Cantagallo con otra sangre, pero con la misma esperanza: alcanzar un futuro mejor en la capital.
La pandemia tan solo ha hecho más visible sus demandas: el acceso a una vivienda digna y al servicio básico de salud. “Seremos indígenas, seremos shipibos, pero somos de este país”, dice Olinda, que en realidad se llama Reshijabe. En shipibo-konibo su nombre significa "el primer suspiro". Para el último, dice como sobreviviente de la Covid-19, aún falta mucho.