Así que decidí cambiar y empecé a hacer los trámites necesarios. Recuerdo que hasta una carta le escribí al Ministro de Educación, con mi letra, mis dificultades de redacción y mi vocabulario, que todavía era pobre. Logré explicar lo que yo quería: estudiar en una escuela de oyentes, y al corto tiempo me confirmaron que podía hacerlo.
Mis profesores de educación especial todavía se oponían, me decían que me costaría adaptarme. Sin embargo, les demostré que podía, con la ayuda de mi familia y de algunos maestros de la escuela a la que fui. Más allá del cambio pude concluir la primaria.
La secundaria básica fue una etapa muy linda, sobre todo por las relaciones con mis compañeros y profesores, y por la participación en múltiples actividades. Al terminar fui el tercer expediente en el escalafón y me gané el preuniversitario. En esa otra etapa incrementé mi hábito de lectura y mi lenguaje dio un salto de calidad significativo.
La segunda gran dificultad empezó al entrar a la universidad, a la carrera de Cultura Física. Ahí el gran reto era entender las explicaciones de los profesores, que, por cierto, no siempre creían en mí. Así que tuve que esforzarme mucho hasta defender mi tesis. Me gradué en el 2007 con 4.66 puntos de promedio y 5 puntos en mi trabajo de diploma.
Luego hice una maestría en Bioenergética en la Facultad del Hospital Miguel Enríquez, y esta fue la tercera dificultad que enfrenté. Encontré muchas incomprensiones, hasta que me conocieron mejor y supieron de qué era capaz. Pude terminar la maestría y hacer una tesis dedicada a niñas y niños sordos con implante coclear. Obtuve la máxima calificación con felicitaciones y a partir de esa experiencia sentí la necesidad de ser consejera de discapacitados auditivos.
Con todas estas motivaciones decidí estudiar Psicología. ¡Eso sí fue algo inesperado! Me facilitaron la entrada a la Universidad de La Habana y me pregunté: ¿por qué no? Fui y matriculé. Me gradué el año pasado, en 2019, con 4.48 puntos de promedio y una investigación de grado titulada “Percepción de la atención clínico psicológica a las personas sordas”.
Ese período tampoco fue fácil. En las clases tenía que estar en la primera mesa para poder escribir. Hablaba con los profesores, les pedía que se pararan delante de mí, pero a veces se olvidaban, pues yo era la única sorda en el aula. Estuve a punto de suspender exámenes, porque no captaba toda la información. Incluso hubo pruebas de las que me enteré tarde, y tuve poco tiempo para estudiar. Afortunadamente lo logré.
Como trabajadora, primero fui profesora de cultura física en un combinado deportivo durante siete años, donde me sentía muy bien acompañada, hasta que tuve que pedir la baja, porque cursaba el segundo año de Psicología y no podía trabajar y estudiar a la vez. Ahora estoy en mi segundo trabajo, y también me siento muy bien.
Dentro de mis posibilidades, trato de ayudar a niñas y niños sordos. Aconsejo a las familias, les aclaro cualquier duda. Les insisto en que la mejor forma de ayudar a las personas con discapacidad auditiva es mejorando la comunicación desde el punto de vista afectivo. La familia debe tener paciencia, mucha voluntad y esperanza. No puede rendirse. Al final del camino, los niños logran hablar, logran aprender.
Y la sociedad también puede ayudar. Siempre que encontremos una persona sorda hay que tratar de conocerla, de comprenderla, sin prejuicios. Hay que averiguar qué puede aportar. Existen mecanismos para comunicarse con las personas sordas: hablar de frente, de cerca, cara a cara, despacio; pero lo más importante es conocerla, si no la conocemos no podemos ayudarla.
– Nadya Arbona