Diciembre 2020
Colombia, diciembre de 2020. Era inevitable: las cajas de cartón, con las pocas cosas conseguidas durante tanto tiempo, le recordaba que por un mal amor estuvo a punto de perder toda esperanza.
Convencida de que la violencia puede transformarse bajo un nuevo cielo, hace dos años Margarita García* salió de Venezuela con sus cuatro hijos, su esposo y sus maletas llenas de ilusiones. Creyó que, en Colombia, en un país con nuevas oportunidades, su pareja dejaría de lastimarla. Estaba muy equivocada. La situación fue empeorando al punto que sus paisanos, muy preocupados por su salud mental y por su vida, no dudaron en pedir ayuda a los psicólogos de la Organización Panamericana de la Salud, que por aquel entonces desarrollaban con población migrante el programa ‘Familias Fuertes, Amor y Límites’, donde participa toda la familia y los adolescentes aprenden a prevenir conductas de riesgo a través del fortalecimiento de la comunicación, las normas, los límites y la convivencia familiar.
La intervención psicológica dio sus frutos. El 9 de noviembre Margarita toma una decisión radical y como ella lo dice, es el día que su vida se transformó para siempre. Por eso, aunque no para de llover en la ciudad de Cúcuta, por primera vez en muchos años su horizonte está totalmente despejado. No solo denunció a su esposo, sino que se mudará a otro sector de Cúcuta donde empezará una nueva vida con el apoyo de su amiga Yulis Maluengas, una de las tantas migrantes venezolanas que acaba de perder su casa a causa de los deslizamientos en el asentamiento Alfonso Gómez, un suburbio que se levanta en las faldas del cerro El Nazareno y donde viven más de 1.500 familias venezolanas y víctimas de la violencia en Colombia.
Mientras Margarita hace la mudanza, en otro lugar del área metropolitana de Cúcuta, familias enteras de venezolanos, cargadas con enormes costales, se preparan para internarse en uno de los 250 pasos irregulares, más conocidos como trochas, que tiene el municipio de Villa del Rosario. Tristemente, como la frontera está cerrada, los migrantes utilizan estos caminos controlados por bandas delincuenciales para llegar a Colombia o para volver a Venezuela. La decisión no es nada fácil, sobre todo en invierno, por lo que implica atravesar las aguas del río Táchira, ahora enfurecidas por las lluvias.
Precisamente por el riesgo de lesionarse o ser abandonados en medio de estos caminos, un centenar de migrantes que se encuentra en La Parada, a pocos kilómetros del puente internacional Simón Bolívar, prefieren acampar al borde de la Autopista Internacional en pleno aguacero, y hacer todos los trámites para regresar a Venezuela por el conducto regular. Actualmente el gobierno de Nicolás Maduro permite el ingreso diario de 200 personas.
“El retorno de venezolanos comenzó a finales de marzo, cuando Colombia atravesaba un periodo de cuarentena estricta, que se extendió durante cinco semanas y que buscaba reducir la velocidad de la propagación del nuevo coronavirus para darle tiempo a las autoridades nacionales de incrementar la capacidad del sistema de salud, ampliar la red de laboratorios, fortalecer los planes de respuesta y la vigilancia epidemiológica”, afirma la representante de la OPS/OMS en Colombia, Gina Tambini.
Durante el confinamiento y luego con el aislamiento selectivo obligatorio muchos migrantes que hace unos meses eran pobres, pero podían sobrevivir, ahora encuentran que sus medios de vida han sido destruidos. Perdieron el empleo, y aquellos que sobreviven del rebusque no alcanzan a reunir menos de un dólar para pagar el alojamiento en los denominados ‘paga diario’. Fueron desalojados. Según reporte del GIFMM Nacional a septiembre 1.207 personas se habían visto afectadas, acentuándose la vulnerabilidad en niños, niñas y adolescentes, mujeres gestantes/lactantes, personas con enfermedades crónicas, con condiciones médicas que requieren tratamiento urgente, con discapacidad y VIH.
Con hambre, en la calle y agobiados por la xenofobia y por el temor a que sean propagadores de la COVID-19, muchos optaron por regresar a su país. Como muchos viven en condiciones de hacinamiento y han tenido que salir a las calles a conseguir el sustento diario, se ha extendido el rumor de que son una fuente de contagio del coronavirus.
Pero las estadísticas dicen todo lo contrario. “A 9 de noviembre el departamento de Norte de Santander –el lugar donde residen mayoritariamente los migrantes venezolanos, después de Bogotá– presenta 23.556 casos de COVID-19, de los cuáles solo el 2 por ciento corresponde a población migrante”, puntualiza Magaly Pedraza, responsable de la respuesta en salud ante el fenómeno migratorio en la Agencia de la ONU para los Refugiados, ACNUR, y el Instituto Departamental de Salud de Norte de Santander (IDS).
Con la esperanza de poder vivir sin pagar arriendo, sin tener que depender de las ayudas del gobierno y para dejar atrás los efectos de la pandemia, algunos prefirieron dejar el país que los había adoptado y empezaron la travesía de regreso desde el altiplano nariñense, las sabanas del Caquetá, las densas selvas del Guainía o en la capital de Colombia; incluso desde territorios más lejanos como Quito, Lima o Santiago de Chile, pues la situación fue la misma en otros países de Suramérica.
Infortunadamente como varias familias quedaron sin dinero a mitad de camino, tuvieron que emprender parte del recorrido a pie. Desde entonces, en las carreteras colombianas se han visto pasar incontables caravanas de personas desnutridas, quemadas por el sol y por el frío y con los pies entumecidos, en la que no faltan las mujeres embarazadas, las madres con hijos en brazos, niños y niñas que corretean por las vías esquivando camiones, hombres jóvenes y adultos llevando la casa al hombro y ancianos que se tambalean a cada paso.
En junio la situación empeoró. Sorpresivamente llegaron a Cúcuta más de mil migrantes en condiciones de bioseguridad no aptas para el manejo del COVID-19. Fue entonces cuando rápidamente el Gobierno Nacional, a través de Migración Colombia y los delegados en el departamento de Presidencia y Cancillería; la Gobernación de Norte de Santander, a través de la Secretaría de Fronteras y el Instituto Departamental de Salud; las Alcaldías del Área Metropolitana de Cúcuta y más de 26 organismos internacionales y cooperantes, trabajaron de manera articulada, y siguiendo los lineamientos del Ministerio de Salud y Protección Social, de la Organización Mundial de la Salud / Organización Panamericana para la Salud (OPS/OMS) y las Agencias de Cooperación Internacional especializadas, en tres días pusieron en funcionamiento el Centro de Atención Sanitario Tienditas (CAST).
La iniciativa que buscaba superar el embudo migratorio fue tan exitosa que se convirtió en un referente en la Región de las Américas. En los primeros 4 meses de funcionamiento, el CAST logró atender 23 mil personas y dar 170 mil servicios, incluyendo salud. Como explica Diego García, coordinador del Grupo Interagencial sobre Flujos Migratorios Mixtos (GIFMM) en Norte de Santander, Tienditas como buena práctica impuso una respuesta humanitaria, con un enfoque de salud y protección, sin precedentes. “Nunca lo vimos como un lugar donde la gente duerme y pasa a Venezuela. Es un centro sanitario donde las personas reciben un trato digno, con condiciones humanas y de salud básicas, para poder controlar los temas de salud pública, y por supuesto, los temas de la semana epidemiológica”, puntualiza.
Por eso, ante el torrencial aguacero que acompaña la noche, no sorprende que el Centro Sanitario despliegue a contrarreloj sus ya acostumbrados operativos para trasladar desde muy temprano, en buses y camiones, a los migrantes que se encuentran en La Parada. Una vez en Tienditas, a las personas se les realiza un proceso de tamizaje y desinfección riguroso y exhaustivo. En caso de presentar síntomas de COVID-19 son aislados y se les hacen pruebas diagnósticas.
Los migrantes con resultado positivo a la COVID-19 son atendidos principalmente en el Hospital Universitario Erasmo Meoz. Según el epidemiólogo Rafael Olarte, “esta es la institución que atiende más población venezolana en todo el país. Y aquí al paciente no se le pregunta su nacionalidad, ni el estatus migratorio. Todos son seres humanos y en urgencia vital a todos se le da el soporte que necesiten”, afirma.
Según el coordinador de CAST, el coronel (r) Bernardo Pantoja Medina, “quienes se encuentran en buen estado de salud, son acomodados en carpas o camarotes, con capacidad para atender a 650 personas, no sin antes pasar por una requisa, en el que se quitan todos los elementos cortopunzantes y las sustancias psicoactivas que están prohibidas en este centro. En Tienditas prima la seguridad y la dignidad”, afirma.
“Durante la estadía, el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) hace prevención de las violencias basadas en género, se identifican las personas en riesgo y se brinda atención a los sobrevivientes, que incluye soporte psicosocial y gestión breve de casos con remisiones seguras, y en coordinación con PROFAMILIA, atención en salud sexual y reproductiva, consejería en anticoncepción y entrega de anticonceptivos de larga duración”, explica la representante de este organismo en Colombia Verónica Simán.
Y a todo esto se suman las acciones en atención psicosocial que desarrolla la OPS/OMS en el centro de escucha. Convencidos que no hay salud, sin salud mental, se han abierto estos espacios para que las personas hablen de sus miedos y sus esperanzas y, últimamente, en estas conversaciones no faltan las historias de compatriotas que al llegar a Venezuela encontraron que sus vidas pasadas ya no existían y después de una corta temporada volvieron a migrar. Muchos temen que después de semejante viaje, con menos recursos económicos y más desilusionados, retornen al país que ya los había adoptado. Incluso las autoridades de Colombia prevén para el 2021 la llegada masiva de migrantes, que reingresan o que ingresan por primera vez al país.
Para nadie es fácil migrar en condiciones de extrema pobreza, pues la impresión de un mal futuro puede llegar a ser perturbador, doloroso e incluso paralizante. Precisamente por eso durante mucho tiempo Margarita creyó que estaba destinada a la violencia. Fue con ayuda de Yulis y luego con la intervención de Yudy Maldonado, la psicóloga de OPS/OMS en Norte de Santander, como pudo atravesar ese caudal de sentimientos que la tenía presa de la ira y la desesperanza, recuperar la autoestima y convencerse a sí misma que si alcanzaba la paz podría sacar adelante a su familia.
Con esa humanidad que caracteriza a los venezolanos, y que los colombianos sintieron en el pasado cuando miles de compatriotas huyeron del país para escapar del conflicto interno armado que se extendió durante más de medio siglo, Yulis consiguió una vivienda para que ambas familias tuvieran un lugar digno para vivir. Ella es una de las lideresas más respetadas del barrio Alfonso Gómez, pues ha logrado gestionar para sus coterráneos ayuda humanitaria y varios programas para la estabilización social y económica que ofrece el gobierno nacional, las autoridades locales y organizaciones internacionales. Por eso, ahora que acaba de perder su vivienda por las recientes lluvias, un vecino no dudo en darle posada a ella, a Margarita y a sus cuatro hijos.
A pesar de lo apremiante de su situación, Yulis sabe que Margarita necesita su ayuda de manera inmediata, y además de ofrecerle posada está dispuesta a darle cabida en su emprendimiento de comidas rápidas, en el que cuentan con hornos de panadería, así como con los tanques y filtros de agua donados por OPS/OMS y con el apoyo de cooperantes internacionales, que esperan aprovechar para la preparación de pizzas, panes, lasañas y platos típicos de su país.
Ya en su nueva residencia Margarita poco a poco empieza a sacar de las cajas de cartón las pocas cosas que ha conseguido en los dos años que lleva viviendo en Colombia, y mientras lo hace afirma: “en este momento ya no le tengo más miedo a la vida, yo puedo salir adelante”, y sonríe con esa paz con la que construirá su nuevo futuro.